El futuro incierto de los resguardos indígenas
Los acuerdos de paz contemplaban la restitución de territorios a indígenas que habían huido de sus resguardos por el conflicto. ¿Y ahora? Esta es la historia de los embera katío que habitan en Córdoba. Mientras esperan una solución, ven cómo se diluye su cultura.
Si uno sabe mirar, en el camino hacia el Alto San Jorge va encontrando parte de las respuestas de por qué los indígenas embera katío libran hoy una de las batallas más enconadas y a la vez silenciosas del país por la recuperación de sus espacios ancestrales y de su cultura fragmentada.
En el trayecto de ocho horas desde Montería, además de las tierras descomunales cordobesas en manos de terratenientes con pastizales para la ganadería extensiva, está Cerro Matoso, la mina de ferroníquel a cielo abierto más grande del continente. Pronto, pasando el poblado de Puerto Libertador, otra empresa, Carbones del Caribe, produce 120.000 toneladas anuales del mineral, básicamente para alimentar el monstruo minero de Cerro Matoso. A medida que uno se interna por los caminos veredales hacia el río San Jorge, ve por kilómetros árboles de teca, una de las maderas más valiosas del mundo, que, básicamente, se exporta. Y en los ríos, en especial en el San Jorge, en las regiones que colindan con el Nudo de Paramillo, retroexcavadoras por doquier rebuscan en sus arenas cualquier indicio de oro.
Eso solo quiere decir algo: hay tanta riqueza, tantísima en esa tierra, que los derechos de un pueblo indígena ancestral parecen no importarle a nadie. O a casi nadie, en medio de la rebatiña de diferentes actores armados por el poder y el control territorial que los llevaron a perder su resguardo y a vivir en tierras que no son suyas, Pastoral Social-Cáritas Colombia se apersonó del tema y recorre Córdoba, casi en los límites con el departamento de Antioquia, para hablar con las comunidades embera katío sobre su historia perdida, su pasado de migraciones y desplazamiento, pero también con la intención de rastrear qué anhelan en estos momentos de proceso de paz.
Hay algo claro: la motivación principal que une a sus líderes, en especial a su gobernador mayor, José Amado Domicó, y también al gobernador local, Alcides Domicó: recuperar para su pueblo el resguardo Cañaveral, en el Alto San Jorge, un espacio de 2.815 hectáreas, del que huyeron, en 2002, las últimas familias que resistían en el territorio tras los señalamientos, el asesinato de líderes, los accidentes con minas antipersonal y los enfrentamientos armados. La mayoría de ellos se había ido incluso muchos años atrás –incluso antes de la década de 1970–, cuando comenzaron a llegar colonos que ocuparon su resguardo y este pasó a ser un punto estratégico para el narcotráfico y la presencia de grupos armados legales e ilegales. Cuando más del 60 % de sus campos se sembraron de minas antipersonales, entendieron que tenían que irse de allí.
El río que no da peces
El río San Jorge, bellísimo y al mismo tiempo horadado por la búsqueda de oro en un punto en el que nadie controla nada y sus aguas acarrean el mercurio de la minería ilegal y la contaminación por las fumigaciones de los cultivos ilícitos, da la bienvenida a la comunidad Narindó, donde hoy conviven varias familias en doce tambos, y en el que el agua, irónicamente, es escasa desde que se secó la quebrada Vidrí, que los abastecía. Los cultivos son pocos: ñame, yuca, maíz y plátano.
Ante la posibilidad de retornar al resguardo, ese día se reúnen en un convite para tomar guarapo o “guandolo” y alrededor de un sancocho, mientras los más pequeños juegan fútbol con una pelota abollada. El miedo los paraliza cuando se les pregunta por la intención de volver y, de inmediato, recuerdan que hay sembradas minas antipersonal. En toda la comunidad surgen signos de lo que el desplazamiento les ha hecho: han perdido el trabajo colectivo y ahora cada familia recolecta sólo lo suyo. La comida alcanza para el consumo personal, pero no para comercializar y generarles algún ingreso adicional. Muchos han migrado a los centros urbanos más cercanos, como Puerto Libertador o Montelíbano, o se han ido a Antioquia a buscar oportunidades. La medicina tradicional se perdió. Las aguas empozadas de lo que alguna vez fue una quebrada han disparado las enfermedades relacionadas con mosquitos. Lo mismo sucede cerca de allí, en la comunidad de Dopawará, donde viven más indígenas en un espacio menor y donde los deseos de retornar a su resguardo parecen más lejanos.
La vida, claro está, transcurre con lentitud. En parte, se debe a la indecisión de la comunidad ante la posibilidad de retornar a su resguardo por el miedo a la muerte. Ese temor es evidente en los ojos de las personas de la comunidad que llevan más de 20 años viviendo en medio de las penurias en un terreno que no es el suyo y en el que han perdido otros saberes ancestrales como la artesanía o el conocimiento sobre la historia de su pueblo. Además, descreen de los emisarios que van a hablar con ellos porque la mayoría busca aprovecharse de sus territorios. Desde las fumigaciones de cultivos ilícitos, que se hacen sin consulta previa, hasta la extracción ilegal de oro en zonas aledañas que ha llevado a que los embera katío se queden sin peces para el consumo.
Casi confinados a unos espacios estrechos en las mismas tierras que antes caminaron a sus anchas sus ancestros, ven con nostalgia cómo las vacas pastan libres en magníficas extensiones de tierra, mientras proyectos de la región como las termoeléctricas de Gecelca, propiedad del Estado colombiano, desangran a Córdoba. “Todos ganan, menos nosotros”, insiste la anciana Kípua Domicó. La lengua es el elemento que, por fortuna, aún los une. También los une el terror a que les hagan daño de nuevo.
Volver a donde no han vivido
Para los más jóvenes, una frase marca su vida y su apatía: “No conocemos el resguardo”. Y no se ama ni se defiende lo que se desconoce; así que ellos no anhelan ningún retorno. Pero para los padres de estos jóvenes y para el gobernador mayor, José Amado, en el resguardo “están nuestro aire, el agua y los recursos”. Él reconoce la importancia de defender su territorio, pero al mismo tiempo es consciente de que volver significa enfrentar grandes desafíos. Kípua, la anciana de la comunidad, le da la palabra a Alba, otra abuela, para que cuente como, de sus 70 años de vida, 65 de ellos los ha vivido desplazada desde el asesinato de su padre. Ella es la dueña del terreno donde viven todos y la benefactora que les ha permitido sobrevivir.
Luego de que ella narra su historia, otros más se atreven a contar la suya, que es la de un pueblo que ha trasegado por Colombia de manera nómada buscando un territorio donde vivir en paz. “A mi abuelo también lo mató una mina”; “A un tío lo amenazaron en El Alacrán y luego no lo vimos más”; “Todos se fueron. Antes vivíamos en Tolová, pero los paramilitares nos sacaron de nuestra tierra”; “Dejamos de ser fuertes cuando nos dividimos y quedamos regados”, recuerdan; “Las vacas tienen más espacio que nosotros”; “Todos nos han señalado y perseguido”; “La coca, los paras y la guerrilla se metieron en nuestro territorio y nos sacaron”. Son de pocas palabras. Con una frase resumen todo lo que sienten. Pero, sumadas, dejan en claro la impotencia que los avasalla.
Es tal el daño causado por el desplazamiento a esta comunidad de embera katío que, de alguna forma, parecen náufragos en tierra firme, a la espera de algún indicio de qué hacer para no hundirse en el olvido ni extinguirse culturalmente. Ellos son la cara menos visible del conflicto: los afectados más antiguos –aún más si se remite a la época de la conquista y de la colonia– de una guerra en territorios invisibilizados, que los ha llevado a una progresiva desintegración comunitaria. De ahí que las expectativas de reparación por los daños que el conflicto ha causado son diversas. Unos piden cultivos de plátano; otros, la mejora de sus viviendas; algunos, más pozos para extraer agua, filtros o estanques con cachamas. Las mujeres exigen garantías de educación y alimentación para sus hijos. Entre tanto, los líderes insisten en volver al antiguo resguardo. Ahí los domina el silencio. Y vuelve el miedo.
Ahora están tratando de recuperar la lengua embera en los niños que la han perdido, de recobrar sus costumbres e implementar un reglamento interno que una a las comunidades y permita establecer justicia, así como de recuperar la palabra de los mayores. Por eso sus líderes insisten en volver a su resguardo, donde vivían 127 familias cuando fue constituido oficialmente por el Incora. Hoy, la población asciende a las 680 personas, dispersas en pequeños grupos y clanes familiares, muchas de ellas aglomeradas en terrenos privados, incluso prestados por personas no indígenas. Si bien hay temor para retornar, la escasez de tierra donde cultivar, la libertad de sentirse dueños del lugar que habitan, motiva a los líderes a exigir el saneamiento del resguardo para dejar de vivir dispersos y renacer como comunidad. Pero también son conscientes de que puede ser un imposible.
¿Quién los tiene en cuenta?
De ser los indígenas la base social entera de nuestro continente, en Colombia han pasado a representar tan solo el 2,4 % de la población. Silenciados por el conflicto, argumentan que no hay programas o políticas públicas efectivas que los protejan y les den acceso a derechos, y que nadie atiende sus problemáticas ni existe un plan de reparación de los daños causados por el conflicto armado a sus comunidades.
Agrupados y casi desarticulados en esos territorios calurosos y de una belleza de anchos pastizales y soles bajos, un paisaje de ceibas y ríos donde surge el oro y tierras que dan níquel, alejados de las montañas que recorrían libremente y ahora están sembradas de coca, abogan por la restitución de su territorio, al que solo pueden entrar aún con permiso de las Farc, que no se han replegado.
Se sienten solos. Se saben solos. Por eso entienden que ser escuchados y reparados es la única y quizás última oportunidad para salvar su cultura y su comunidad fragmentada. No hay otra opción.
Fuente: EL ESPECTADOR