Padre Rafael Castillo Torres.
Este domingo 29 de septiembre la iglesia universal celebra la Jornada Mundial del migrante y refugiado bajo el lema “Dios camina con su pueblo”, precisamente porque, como nos ha dicho el Papa Francisco en su mensaje para esta jornada, “muchos emigrantes experimentan a Dios como compañero de viaje, guía y ancla de salvación. Se encomiendan a él antes de partir y a él acuden en situaciones de necesidad. En él buscan consuelo en los momentos de desesperación”.
Como Pastoral Social/ Cáritas colombiana vemos, en esta jornada, una gran oportunidad para agradecer a Dios e ir consolidando todas las acciones que nuestras parroquias, comunidades, instituciones, servicios diocesanos y comunidad de Protección, han venido realizando por nuestros hermanos migrantes y comunidades de acogida, a partir de las cuatro acciones que nos ha sugerido el Papa Francisco: Acoger, Proteger, Promover e Integrar.
Acciones que evidenciamos en los muchos espacios de convivencia, formación, incidencia y reflexión que se tienen con ellos; en los encuentros con distintos actores que igualmente sirven y acompañan tanto de la institucionalidad como de la cooperación; en la riqueza de los intercambios comunitarios y buenas prácticas de organizaciones de migrantes, así como en los momentos de oración y celebración con ellos, en los cuales hemos aprendido que, con el aporte de todos, que es pobreza compartida, acontece en su pueblo, un Dios salvador que multiplica y hace crecer los dones que sostienen la esperanza.
Las experiencias de Caridad en la Frontera, expresadas en los encuentros y contacto directo de los señores obispos de Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá y Centro América y más recientemente el encuentro de obispos de Norteamérica, Centroamérica y el Caribe, así como las visitas y acciones conjuntas a las rutas migratorias del Tapón de Darién, tanto en Necoclí como en el Vicarito Apostólico del Darién en Panamá, en Riohacha, Cúcuta e Ipiales; el acompañamiento cercano del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral de la Santa Sede y de las Nunciaturas Apostólicas de nuestros países; los mensajes recibidos de manera directa de parte del Papa Francisco y más reciéntenme el acompañamiento que hemos realizado a esa otra frontera de mar territorial del Vicarito Apostólico de San Andrés y Providencia en límites con Nicaragua y cercanos a Costa Rica, ruta de migración riesgosa en la que igualmente han desaparecido embarcaciones y personas, nos ha mostrado, no sólo la magnitud del fenómeno sino también su complejidad. Un consenso práctico de estos esfuerzos sinodales de frontera ha sido el compromiso de abordar este desafío global, tanto en lo social como en lo eclesial, desde los criterios pastorales que nos ha dado el Papa Francisco: el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es superior a la parte, sencillamente porque todo está conectado.
Igualmente, estos encuentros, dadas las experiencias encontradas y las escuchas realizadas nos han colocado ante la urgencia de remontarnos al origen de nuestra solicitud pastoral por nuestros hermanos migrantes y refugiados. Solicitud que tiene su origen cuando se da a luz la vida humana, en un grito. Un grito que escuchamos en el Tapón del Darién y en las aguas del Caribe; en Rumichaca y en Arauca; en Riohacha y en Cúcuta y que todos sentimos en carne propia. Es una solicitud pastoral que no nace ni de una teoría ni de una doctrina en particular, sino de esa larga y compleja madeja de gritos y de “ayes” de hermanos migrantes y refugiados que van clamando, mientras caminan desde el sur hacia el norte.
Como Iglesia hemos tomado la decisión de responder a esos gritos. Queremos incidir en una legislación justa en nuestros Estados; en la codificación de normas si hacen falta; en la concreción de pactos y protocolos, porque creemos que todas ellas son posteriores a esa instancia primordial del “escuchar” y “sentir” el grito de quien se ha convertido en víctima, de quien ha sido despojado de su dignidad o de sus derechos. Es un gran aprendizaje que nos ha dejado el acompañamiento cercano del Dicasterio para el Desarrollo humano integral.
Nuestra pastoral de la movilidad humana, y en particular nuestro acompañamiento a las familias migrantes y refugiadas, ha de partir siempre, no de una declaración o un instrumento jurídico, sino de una experiencia, de un dolor ajeno sentido como propio.
Si tenemos que buscar una expresión que sea anterior y que permita trascender toda posición religiosa, “neutral” o ideológica, una expresión que permita que la exterioridad irrumpa en nuestro mundo íntimo y nos movilice hacia una opción por la justicia y los derechos humanos con este pueblo en marcha, nos tenemos que remitir a la protopalabra, la exclamación o interjección de dolor, consecuencia inmediata del traumatismo sentido.
El ¡AY! de dolor producido en las familias migrantes y refugiadas por la realidad de sus países, por la trata de personas, así como por las estructuras mafiosas que han hecho de su tragedia un negocio, nos están indicando de manera inmediata no algo sino alguien. El que escucha el grito de dolor queda sobrecogido, porque el signo irrumpe en su mundo cotidiano e integrado, el sonido, el ruido casi, que permite vislumbrar la presencia ausente de alguien en el dolor. “He escuchado el clamor que le arranca su opresión (al pueblo)” (Ex 3,8); “… y lanzando un gran grito, expiró” (Mc 15,37). El grito, antes que la palabra, es quizá el signo más lejano de lo ideológico. Es el límite de la revelación humana y divina, que situándose fuera del sistema lo pone en cuestión. Es un grito que nos ha puesto en camino en la certeza de que Dios camina al ritmo de su Pueblo.